lunes, 20 de octubre de 2008

Tentando al tentador

Con el nombre de Tentando al tentador nos proponemos invitar a la lectura de algunos textos a partir de algunos de sus fragmentos.
Hoy proponemos el primer parágrafo del gran libro de Elías Canetti, Masa y poder, extraño, profundo y originalísimo.


INVERSIÓN DEL TEMOR A SER TOCADO


Nada
teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido. Desea saber quién es el que le agarra; le quiere reconocer o, al menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido.

Todas las distancias que el hombre ha creado a su alrededor han surgido de este temor a ser tocado. Uno se encierra en casas a las que nadie debe entrar y sólo dentro de ellas se siente medianamente seguro. El miedo al ladrón se configura no sólo como un temor a la rapiña sino también como un temor a ser tocado por algún repentino e inesperado ataque procedente de las tinieblas. La mano, convertida en garra, vuelve a utilizarse siempre como símbolo de tal miedo. Mucho de ello ha pasado a formar parte del doble sentido de la palabra «agarrar». Tanto el contacto más inofensivo como el ataque más peligroso están ambos contenidos en ella, y siempre hay cierta influencia de lo último en lo primero. El sustantivo «agresión» se ha reducido, sin embargo, sólo al sentido peyorativo del término.


Esta aversión al contacto no nos abandona tampoco cuando nos mezclamos entre la gente. La manera de movernos en la calle, entre muchos hombres, en restaurantes, en ferrocarriles y autobuses, está dictada por este temor. Incluso cuando nos encontramos muy cerca unos de otros, cuando podemos contemplar a los demás y estudiarlos detenidamente, evitamos en lo posible entrar en contacto con ellos. Si actuamos de otra manera sólo es porque alguien nos ha caído en gracia y entonces el acercamiento parte de nosotros mismos.


La rapidez con que nos disculpamos cuando entramos involuntariamente en contacto con alguien, la ansiedad con que se esperan esas disculpas, la reacción violenta y, a menudo incluso cuando no hay contacto, la antipatía y el odio que se sienten por el «malhechor», aunque no haya modo de estar seguro de que lo sea, todo este nudo de reacciones psíquicas en torno al ser tocado por lo extraño, en su extrema inestabilidad e irritabilidad, demuestra que se trata de algo muy profundo que nos mantiene en guardia y nos hace susceptibles de un proceso que jamás abandona al hombre una vez que ha establecido los límites de su persona. Incluso el sueño, que nos vuelve mucho más inermes, es demasiado fácil de turbar por esta clase de temor.


Sólo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor se convierte en su contrario. Es esta
densa masa la que se necesita para ello, cuando un cuerpo se estrecha contra otro cuerpo, densa también en su constitución anímica, es decir, cuando no se presta atención a quién es el que le «estrecha» a uno. Así, una vez que uno se abandona a la masa no teme su contacto. En este caso ideal todos son iguales entre sí. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la de los sexos. Quienquiera que sea el que se oprime contra uno, se le encuentra idéntico a uno mismo. Se le percibe de la misma manera en que uno se percibe a sí mismo. De pronto, todo acontece como dentro de un cuerpo.

Acaso sea ésta una de las razones por las que la masa procura estrecharse tan densamente: quiere desembarazarse lo más perfectamente posible del temor al contacto de los individuos. Cuanto mayor es la vehemencia con que se estrechan los hombres unos con otros, tanto mayor es la certeza con que advierten que no se tienen miedo entre sí. Esta
inversión del temor a ser tocado forma parte de la masa. El alivio que se propaga dentro de ella (y que será tratado en otro contexto) alcanza una proporción notoriamente elevada en su densidad máxima.

Tua res agitur


Imagino que la mayoría conocerá los incidentes referidos a la salubridad y condicionamiento de nuestra "Alta Casa de Estudios" - expresión que sólo merece ser comprendida desde el sociolecto de un sector popular de la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores (verbigracia, "alta partuza").
Con relación a ello, he notado durante estos últimos días que gran parte de nosotros hemos comprendido el abuso que se cometía para con nuestra dignidad. Por ello, muchos decidimos barrer con la mugre de la facultad, literalmente. La implicación en la mundanidad de una actividad tal (la limpieza) permite cortar con la alienante idea del "a mí no me concierne". Así uno se apropia del espacio: no hay mejor refutador de la enajenación que el vivenciar mismo. Al decir de Hegel, es el esclavo el que llega realmente enseñorearse, y no el amo.
Esta des-ubicación conmovió la división del trabajo del common sense (nenes con nenes, nenas con nenas: yo estudio, tú limpias... ¿por qué no: yo no estudio, tú no limpias?). Opino que todos los partidos (salvo ya-sabemos-quién) deberían haberse unido desde el primer día en pos de una elección limpia y
democrática. Como diría el gran filósofo: "la pelota no se mancha" (aunque la cancha se embarre). Por supuesto, ese accionar en conjunto tampoco no se me ocurrió desde el día cero, así que sería hipócrita reprocharles tal cosa. Pero de los desaciertos se aprende, maravilla de après coup.
¿A dónde nos lleva todo esto? No a un "hagan algo, boludos". Más bien, "las cosas se subvierten". Por suerte.

domingo, 19 de octubre de 2008

¿Cómo hacemos política?

Las elecciones del centro de estudiantes han concluido recientemente, y como en todos los años, durante un par de semanas, nuestras clases nuevamente fueron interrumpidas por enérgicos jóvenes que se presentaban con bellos discursos, llenos de propuestas, llenos de ideas, con críticas sociales, con ideales sobre cómo tiene que ser el espacio que, en teoría, nos pertenece. Pero del otro lado encontraban caras de fastidio, subjetividades desencantadas de los grandes discursos y preocupadas más por necesidades concretas que por producir un cambio a gran escala.

Por más de que la descripción realizada anteriormente sea un poco burda y limitada (como lo son la gran mayoría de las abstracciones teóricas), creo que es un punto de partida útil para comenzar a pensar sobre el estudiante de psicología y su relación con la política. En mi caso, siento que ésta, en parte, me representa: desencantado de las grandes ideas, creo que nuestro centro de estudiantes, como su nombre mismo lo dice, debe enfocarse en las problemáticas que atañen a nosotros, los estudiantes. Y aunque pienso que todo fenómeno está íntimamente ligado a su contexto histórico-social, ¿esto quiere decir que hay que correr el eje de la cuestión hacia un plano macro-político? ¿Cuántas veces escuchamos discursos de militantes que terminan hablando sobre internas partidistas, críticas al gobierno, o utopías grandilocuentes? Pero, ¿cuántas veces terminan hablando sobre proyectos concretos? ¿O sobre la forma de llevarlos a cabo?

Yo me pregunto, ¿cómo ese tipo de discursos pueden ser escuchados si las cuestiones más específicas que atañen al estudiante de psicología apenas son mencionadas? Es más, el imaginario del estudiante en relación a estas cuestiones parece ya darse por supuesto, como si el mismo fuera unánime y acabado, y rápidamente se pasa a los lugares comunes a los cuales ya estamos tan habituados (y tan anestesiados).

De todas formas, hay que manejarse con cautela, porque así como algunos discursos macro-políticos terminan capturando a todos los demás, también puede hacerlo su propio reverso, como lo demuestra el caso de algunos estudiantes, cuyo único interés político parece ser el hecho de si le sacaron bien un par de fotocopias o si le sirvieron caliente el café en el bar de la facultad.

El propósito de esta reflexión no es dar una receta política, con promesas e ideales, sino lo contrario: problematizar, partir de cero, intentar construir nuevos caminos, otras formas de hacer política, otras formas de relacionarse con la misma. Política no es sólo militar: política es una forma de posicionarse en el mundo, una forma de estar en él, y esto parece llevarnos de forma ineludible a la ética. Porque la ética no es sólo resolver problemas con recetas formales, basadas en ideales abstractos; también implica un cuestionamiento, una forma de pensar nuestra actitud hacia esa “cosa” que solemos llamar mundo.

Por lo que pensar en la ética es permitirse experimentar y aventurarse en un universo por construir, donde nada está definido, un lugar en el que podemos preguntarnos: ¿cómo hacer política sin los grandes discursos, pero sin taparnos los ojos? ¿Cómo focalizarse en cuestiones concretas, pero sin invisibilizar el contexto social, y sin quedar capturado en él?

Generalmente solemos reclamar a las instituciones para que nos provean las respuestas, demandándoles la resolución de todos nuestros problemas. Pero en este punto, me parece pertinente introducir un cliché psicoanalítico bien conocido por todos: “¿y qué es lo que tiene que ver usted en todo eso?”

Saber-que-no-se-sabe


Todos sabemos. Esta expresión, un tanto dogmática a primera vista, simplemente expresa que todos sabemos algo; negarlo sería difícil. Nada tiene de llamativo; cualquier (des)conocedor de Sócrates o Descartes se reiría de ello, inclusive.

Sin embargo, en nuestra cotidianidad académica, muchas veces olvidamos que siempre sabemos, que aún el negar cualquier posibilidad de saber implica afirmar un conocimiento. La paradoja de tomar como un no-saber el saber nos abre una serie de preguntas: ¿qué hacer ante esa posición? ¿La consideramos una falsa epistemología? ¿La denunciamos como tal? ¿Nos posicionamos en-ella a pesar de su contradicción lógica fundante? ¿O simplemente la ignoramos? Abrir esta serie de cuestionamientos es un comienzo. Tal vez podríamos derrumbar los mismos sosteniendo que sólo son paradojas del defectuoso lenguaje humano, y que no vale la pena invertir tiempo en ellas. Es otra posibilidad, pero dejo que el lector lo evalúe bajo su propio juicio.

Sólo para molestar, seguiremos jugando un poco con esta cuestión (sea por simple divertimento, sea por algo más). Tomemos una de las preguntas recién mencionadas: “¿la consideramos una falsa epistemología?”. Tal pregunta contiene un a priori interesante (o al menos divertido). Si la consideramos una “falsa epistemología” es porque ya la hemos legitimado, al menos como una epistemología (sea esta falsa o verdadera). Y legitimar implica siempre un aval institucional de profesionales que la reconozca como tal. Desde el punto de vista de quien escribe, en nuestra cotidianidad académica actual, nos encontramos ante eso, ante dos formas legitimadas de saber: la de aquellos que saben, y la de aquellos que saben que no-saben y denuncian a quienes saben (esta clase de oraciones puede resultar molesta de leer, pero debe molestar en algún punto - en caso contrario, no produciría absolutamente nada). Y desde aquí se disparan varias preguntas: ante estos dos saberes, ¿cuál es mejor? ¿El menos dogmático? ¿Cómo determinar eso? ¿Cómo saber que saber es mejor? ¿Por su coherencia teórica interna? ¿Por su efectividad en la práctica?

Y otra pregunta que resuena, o que al menos debería resonar (y que es la excusa de este texto): ¿qué tiene que ver la política con todo esto? Tiene que ver, y mucho. Como legos, como estudiantes, como pasantes académicos, como lectores, pero, por sobre todo, como humanos, cualquier posición que tomemos ante un conjunto de conocimientos será una posición política. Es usual en el ámbito académico considerar como característico de diversas actitudes (término que no esta usado de manera azarosa, vale aclarar) teóricas el cliché “todo es política” de manera descontextualizada y a modo de simple adorno estético. La política es acción, y en este caso, accionar ante un conjunto de saberes y, esto es algo vital, aceptar las consecuencias de dicho posicionamiento.

Pues bien, la propuesta de este texto es la siguiente: pensar cuál es nuestra posición política (o bien “ética”) ante el conocimiento, ante el saber (cómo accionamos, cómo nos pensamos a nosotros mismos en relación-a); pensar cuáles son las consecuencias de dicha acción. Retomemos la paradoja inicial del saber-que-no-se-sabe ¿Es posible tomar la decisión política de posicionarse en ese paradigma? Puede que sí, puede que no: la pregunta queda abierta. No obstante, y a riesgo de sonar reiterativo, estando nosotros en el ámbito de las ciencias humanas, mientras no tomemos nuestra posición ante el conocimiento como una acción política, cualquier clase de saber quedará reducido a una mera reproducción, a un “saber” vacío de contenido.

jueves, 2 de octubre de 2008

Presentación

'En nuestros días, cuando un diario plantea una pregunta a sus lectores, lo hace para solicitarles su punto de vista sobre algún tema, sobre el cual cada quien ya tiene su opinión: no se corre riesgo de enterarse de gran cosa. En el siglo XVIII, se prefería interrogar al público sobre problemas para los cuales aún no se tenía respuesta. No sé si esto era más eficaz; era más divertido'*.


Si hay algo maravilloso acerca de las humanidades, es que la pregunta siempre ha sido más que la respuesta. Y, si existe algo en lo que no cejaremos, es que lo nuestro (la psicología) es una humanidad: no puede ser otra cosa. Por lo tanto, lo nuestro es necesariamente la política.

Pensamos que hacer política es, en cierta medida, pensar el ágora como el espacio que habitamos en tanto seres políticos. Desde que existe la democracia, ha habido siempre un lugar vacío - el centro - despojado de tiranía, a disposición del pensamiento; espacio que, con el tiempo, ha sido taponado por falsas respuestas. Falsas, porque creen anular las preguntas. Nosotros no queremos anular las preguntas, sino sostenerlas.

Este espacio es entonces lugar de creación, de producción, de invitación y de seducción. No pretendemos otra cosa que lograr despertar sus preguntas. Por ello, tomamos la apuesta que dejara la modernidad: nos arriesgamos, y ya nos enteraremos.

No tenemos buenas respuestas, pero tenemos buenas preguntas.



*Michel Foucault, Qu'est-ce que les Lum
res?, Dits et Écrits II, p. 1381.